«Esta noche, Aballay, ha decidido despergarse
de la tierra.
Bien es real que el llano, que es lo único que
él conoce, no tiene columnas, ni nunca há visto más que las de un pórtico, en
la iglesia de San Luis de los Venados.
Recuerda que para escabullirse de las
discipinas de su madre, se trepaba a un árbol. Acepta que al presente está
intentando lo mismo: huirse de su culpa, y busca adónde subir.
No le valdría, actualmente. Ni un ombú, si
probara el refugio de su altura y follaje. Sería descubierto, sería apedreado,
aunque no supieran la verdadera causa, solamente por portarse de una manera
extraña. Tampoco nadie le alcanzaría un mendrugo.
Está firme, a conciencia, en el trato consigo
mismo de separarse del suelo y llevar su vida en penitencia. […]
El fraile, dijo que montaban a la columna. Él,
Aballay, es hombre de a caballo. Tempranito, a los primeros colores del día,
Aballay monta en su alazán.
Le palmea con cariño el cuello y consulta: "¿Me aguantarás?" Supone que su compañero acepta y, mientras avanzan al trote suave, lo prepara: "Mirá que no es por un día... Es por siempre."»
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