«De
pronto, se abre nuestros ojos el amplio abanico de la posesión griega. Los
griegos llamaban a quien está poseído kátochos,
palabra descriptiva que corresponde al uso moderno de “poseído”. Pero,
exactamente como para el léxico óptico, donde reconocemos una multiplicidad de
términos y una fineza de diferenciaciones que se han perdido en nuestras
lenguas, así para la posesión nos encontramos frente a una ramificación de la
terminología que se funda en un conocimiento del fenómeno mucho más articulado
y lúcido que el nuestro. Si queremos entender algo del secreto de las ninfas,
tendremos que analizar toda clase de testimonios para que se vuelva claro al
menos en qué se distinguía el rapto por parte de las ninfas de las otras formas
de la posesión.
[…]
La mente
era un lugar abierto, sujeto a invasiones, incursiones, súbitas o provocadas. Incursio, recordemos, es término técnico
de la posesión. Cada una de esas invasiones era señal de una metamorfosis. Y cada
metamorfosis era una adquisición de conocimiento. Por supuesto no de un
conocimiento que queda disponible como un algoritmo. Sino un conocimiento que
es un páthos, como Aristóteles
definió a la experiencia mistérica.
[…]
De hecho,
cuando los seres divinos desaparecieron – al menos ante los ojos de quien ya no
sabía advertir su presencia – junto con ellos se desvaneció el cortejo de los
seres intermedios: ángeles, demonios, ninfas. Para muchos fue un alivio. La vida
se mostraba menos peligrosa y más previsible. Y la palabra nymphólēptos cayó en desuso. En cuanto a las ninfas, volvieron a
habitar en algún nicho solitario en la historia del arte. Planteo entonces una
hipótesis: quizá el escándalo que Lolita
suscitó en algunos cuando apareció – y al parecer continúa suscitando – se debía
sobre todo al hecho de que Nabokov obligaba a la mente, con los medios
traicioneros y matemáticos del arte, a despertarse a la evidencia, a la
existencia de esos seres – las ninfas – que pueden también presentarse bajo la
forma de una chiquilla estadounidense con calcetines blancos. Más que el sexo,
el escándalo era la literatura misma.»
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